lunes, 31 de octubre de 2011

Era un titiritero excelente, poseía una técnica inimitable en el maejo de las cuerdas al grado de que en poco tiempo alcalzó la fama y la fortuna en todo el mundo.
"Carlos, el magnífico y sus muñecos" recorría los escenarios de todo el orbe: desde China hasta Australia, desde México a La Patagonia.
Se presentó en todas las plazas del mundo por pequeña que esta fuera, lo mismo para cinco personas que para diez mil.
En una ocasión impuso un récord de audiencia al registrar dos millones de personas que reunió en el desierto solo para ver cómo sus muñecos se movían de un lado a otro y parecían tener vida.
Pero en algún punto de la cumbre la fama lo volvió soberbio, y en un mal manejo de las finanzas lo dejaron en la calle.
De la noche a la mañana perdió todo: fama y fortuna.
Solo se quedó con un títere y ni siquiera era el principal del espectáculos, sino un títere cualquiera que rescató del embargo.
Un tarde acudió con un empresario para pedir trabajo.
Se escucharon gritos, luego algo parecido a una pelea, después nada.
Cuando Carlos salió de la oficina lo hizo con trabajo, el empresario permaneció sentado en la silla sin poder moverse.
Al siguiente dia los empleados se sorprendieron a ver a Carlos al lado de su jefe, como si fuera su secretario particular.
No había decisión que el jefe no consultara con Carlos, y hasta para comer iban juntos.
Lo que nadie alcanzaba a percibir era que, con hilos muy delgados y finos, Carlos controlaba al empresario..

sábado, 29 de octubre de 2011

Alborada


Comenzó a caer la tarde cuando él corría desesperado por el campo, la oscuridad y su problema visual dificultaban la huida.
-¿En qué me metí?- pensó mientras esquivaba piedras, sembradíos y huisaches tratando de no caer en una zanja.
Detrás se escuchaba una jauría de perros, gritos de un grupo de personas y ocasionalmente detonaciones de armas de fuego.
El territorio era completamente desconocido para él, de modo que corría solo por salvar su vida, sin ninguna idea de encontrar refugio o sin saber si se encaminaba hacia algún punto sin salida.
-Padre nuestro que estás en el cielo…- musitaba tratando de que alguna divinidad bajara del cielo para salvarlo o convertirlo en un ser invisible.
A penas dos horas atrás había llegado a un poblado ubicado en el Norte del Estado, su trabajo en la Compañía de Electricidad lo condujo a una de las rancherías cercanas para analizar la posibilidad de cablear la zona y dotar de luz a las más de 20 casonas de tabique y madera.
Cuando llegó se entrevistó con el delegado, Juan Ramón Román, sucesor de Juan Alfredo Román y padre de quien sería su relevo Juan Felipe Román.
Con planos en la mano, explicó a detalle la colocación de los postes, la línea de
cableado que recorrería y las zonas de afectación.
El delegado, que en ese momento ya estaba acompañado por toda la comunidad, unas 100 personas entre mujeres, niños y ancianos, veía con asombro el proyecto: jamás en sus 70 años de existencia había conocido la luz eléctrica, ocasionalmente
bajaba al pueblo más cercano que estaba a casi un día de camino por estrechos
caminos y empinadas laderas.
La carretera estaba saturada de enormes piedras que habría de esquivar, por eso el
ingeniero había llegado en una camioneta todo terreno y aún así fue complicado y arriesgado encontrar la comunidad “Alborada”.
-Todo eso suena muy bien, pero qué es “electricidá”- preguntó con asombro Juan Ramón Román.
El ingeniero se extrañó de la pregunta y respondió muy simple: -pues luz-
Llevaba cables, pilas y un foro, y rápidamente construyó un circuito que conectado a la batería provocaba que el foco se iluminara.
-Esto es luz- y mostró a todos la bombilla iluminada.
En ese momento los niños comenzaron a llorar, las mujeres se persignaron y los hombres mostraron su rabia.
-Cómo se atreve a ser más que Dios, usté no es nadie, no puede dar ese regalo que solo le corresponde a Dios- le gritó encolerizado el delegado al mismo tiempo que el resto de la población se le echaba encima.
Cómo pudo esquivó los golpes y cuando vio un machete salió corriendo en dirección opuesta a donde se encontraba la camioneta.
Al caer la noche aún corría, entre la oscuridad, cansado se detuvo resignado a su fatídica suerte.
En ese momento todo pareció detenerse y ya no escuchó el ruido de la gente, tampoco sintió cansancio, ni dolor, ni miedo: una luz bajó del cielo y se lo llevó.

viernes, 28 de octubre de 2011

Empezaba a
disfrutar la idea de organizar mi propio funeral.
Ya saben,
que todo estuviera de acuerdo con mis gustos: invitados de honor, selección
musical, acomodo de sillas, velatorio céntrico y hasta algunas dolientes
contratadas para que hubiera llanto, mucho llanto que contrarrestara con los
chistes mil colores que seguramente contarían familiares y amigos.
La idea
vino luego de leer un texto que encontré por Internet donde decía: “Si usted
quiere organizar su propio funeral, no espere a estar muerto” y cuando leí que
las oficinas de tan funesta propuesta se encontraban en mi ciudad reuní un poco
de dinero y dirigí mis pasos hacia la calle Ornatos número 124 en la colonia
Libertad.
Las
oficinas eran sencillas pero elegantes, con cortinas negras, sillas talladas en
madera, una mesa con mantel que parecía de terciopelo y alfombra roja.
Detrás de
un escritorio se encontraba una mujer no mayor a los 25 años, de grandes ojos y
boca pequeña delineada con un lápiz labial de un intenso color rojo que
contrarrestaba con su tez blanca.
Su sonrisa
fue lo más brillante que había visto hasta ese momento y el tono de su voz
cuando dijo “hola” era la música celestial que estaba buscando para acompañar
los días de mi existencia.
-Hola-
respondí con firmeza y tono grueso pero con encanto.
-En qué le
puedo servir- añadió con ese mismo tono angelical, sin saber que detrás de esa
respuesta mi mente comenzó a imaginar millones de respuestas todas ellas,
insisto: todas ellas a mi favor.
Extendió un
platón con chocolates en formas de calaverita, muy ‘ad hoc’ con el lugar, tomé
uno y estaba muy sabroso.
-Estoy
interesado en organizar mi funeral- añadí sin quitar los ojos de sus labios.
-Es muy
sencillo: lo único que tiene que decir es el día en que quiere morir- apuntó
con un tono más solemne.
-¿Perdón?,
cómo que tengo que decidir el día de mi muerte-
-Si, pero
no se preocupe que tenemos con especialistas para que cumplan con su última
voluntad-
-Yo creía
que se trataba todo de organizar los detalles, es decir, usted sabe, a quienes quiero que asistan- contesté nervioso.
Empezaba a
sudar, quería alejarme de ahí pero mis pies estaban aprisionados con grilletes
invisibles.
-Tal vez no
leyó bien el anuncio- y tomó su computadora para abrir la página: “Si usted
quiere organizar su propio funeral, no espere a estar muerto, nosotros lo
matamos”.
Sentí un
ligero mareo, después náuseas y me desvanecí.
Cuando abrí
los ojos estaba inmóvil, con el cuerpo rígido y al abrir los ojos ví el
rostro de una de mis tías ancianas y con
los labios malpintados besándome la mejilla.
-Pero si
estaba lleno de vida, qué fue lo que pasó-
-No sabría
decirle señora, cuando entró a nuestra oficina parecía estar bien, dijo el
doctor que lo revisó que quizá fue un infarto-contestó la señorita que me había
atendido.
-Qué bueno
que estaba en el lugar correcto, y por cierto, es verdad que aquí
organizan funerales-.
-Si, con
gusto podríamos platicar, gusta un chocolate…..

jueves, 27 de octubre de 2011

Se llamaba diferente

Pienso en tí.
Cada día con mayor intensidad. Como si el hacerlo pudiera materializarte y volver a verte, a tocarte, a sentir tu piel sobre la mía.
Juro que en ocasiones te he visto a pesar de que estás a cientos de kilómetros de distancia y estoy conciente de ello.
Pero es tanta la necesidad de tí que el universo me juega una broma muy pesada, como un triste Deja Vú.
Escribo en el viento para que mis letras se conviertan en hojas de otoño y puedan llegar hasta donde están, quizá y aún recuerdes nuestras caricias, tal vez vuelvas como siempre te he soñado: clara, iluminada, caminando de mi brazo.